martes, 2 de abril de 2013

Soliloquio del (in)feliz


La felicidad nunca ha existido.
Planea como sombra de una aurora
inconclusa, quizás como ese aire
en el que las palabras no son sino ellas mismas
(solamente palabras).
Hay huecos en los cráneos cegados
donde se vierte su vacío y calla.
Las palabras no guardan dentro nada,
un vacío incapaz de llenar otro,
como nubes en nubes
o silencio en silencio.
No pueden guardar nada,
menos, si son inmensas,
si deslizan los límites hacia el riel de la luz,
perdidos en un limbo de memoria.
Felicidad es solo una palabra,
tal vez la más inmensa.

La pálida llanura de una tarde,
el flojo golpear de una quimera
no son sino reflejos,
oleosos reflejos de un concepto soñado.
No existe pero muerde,
como todo ideal vomitado en las palmas,
moldeado en los dientes
bajo aquel sedimento que ha ungido a la especie.
No existe, pues se entrega amputada en instantes
imposibles de unir.
Su beso es solo un mito,
tal vez solo son cosas que se dice a los niños
(aunque, por otra parte,
los niños llevan razón en lo simple).
Con todo, siempre quedan los instantes,
agudos, suaves como
inyecciones letales de paz tibia,
acaso el único hilo
que nos unce al raíl de la existencia.
Es mucho más que nada.

De hecho, tal vez lo más sensato sea
mutilar el concepto
y, sin más ambición que ello en sí mismo,
recoger los instantes.
Mutilar el concepto y recoger los instantes.,
abrazar fijamente lo encontrado,
luces gastadas en un vientre ambiguo
que aspiró a lo que muchos llaman Dios
(¿por qué darle ese nombre
cuando quieren decir felicidad?),
reduciéndolo todo, completamente todo a
pleamar de un momento y
bajamar de una vida.

PD: El autor se manifiesta agnóstico ante cada línea de esta página. El autor se declara un niño. El autor solamente anhela lo simple.


Luther Blissett

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