lunes, 28 de mayo de 2012

Los escritores bárbaros

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          Nacido en 1935, Raoul Delorme fue soldado y vendedor del mercado de abastos antes de encontrar una colocación fija (y más acorde con una ligera enfermedad en las vértebras contraída en la Legión) como portero de un edificio del centro de París. En 1968, mientras los estudiantes levantaban barricadas y los futuros novelistas de Francia rompían a ladrillazos las ventanas de sus Liceos o hacían el amor por primera vez, decidió fundar la secta o el movimiento de los Escritores Bárbaros. Así que, mientras unos intelectuales salían a tomar las calles, el antiguo legionario se encerró en su minúscula portería de la rue Des Eaux y comenzó a dar forma a su nueva literatura. El aprendizaje consistía en dos pasos aparentemente sencillos. El encierro y la lectura. Para el primer paso había que comprar víveres suficientes para una semana o ayunar. También era necesario, para evitar las visitas inoportunas, avisar que uno no estaba disponible para nadie o que salía de viaje por una semana o que había contraído una enfermedad contagiosa. El segundo paso era más complicado. Según Delorme, había que fundirse con las obras maestras. Esto se conseguía de una manera harto curiosa: defecando sobre las páginas de Stendhal, sonándose los mocos con las páginas de Víctor Hugo, masturbándose y desparramando el semen sobre las páginas de Gautier o Banville, vomitando sobre las páginas de Daudet, orinándose sobre las páginas de Lamartine, haciéndose cortes con hojas de afeitar y salpicando de sangre las páginas de Balzac o Maupassant, sometiendo, en fin, a los libros a un proceso de degradación que Delorme llamaba humanización. El resultado, tras una semana de ritual bárbaro, era un departamento o una habitación llena de libros destrozados, suciedad y mal olor en donde el aprendiz de literato boqueaba a sus anchas, desnudo o vestido con shorts, sucio y convulso como un recién nacido o más apropiadamente como el primer pez que decidió dar el salto y vivir fuera del agua. Según Delorme, el escritor bárbaro salía fortalecido de la experiencia y, lo que era verdaderamente importante, salía con una cierta instrucción en el arte de la escritura, una sapiencia adquirida mediante la «cercanía real», la «asimilación real» (como la llamaba Delorme) de los clásicos, una cercanía corporal que rompía todas las barreras impuestas por la cultura, la academia y la técnica.
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Roberto Bolaño

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