miércoles, 29 de febrero de 2012

En el principio

En el principio, el agua
abrió todas las puertas, echó las campanas al vuelo,
subió a las torres de la paz -eran tiempos de paz-,
bajó a los hombros de mi profesor
-aquellos hombros suyos tan metafísicos,
tan doctrinales, tan
florecidos de libros de Aristóteles-,
bajó a sus hombros, no os engaño,
y saltó por su pecho como un pájaro vivo.

Ah, no te olvido,
a ojos cerrados te recuerdo tapiando las ventanas,
sobre el papel en blanco de la vida
dejando caer tinteros y palabras de piedra.
Y era lo mismo: yo seguía puro;
los últimos de clase, los expulsados por llevar ternura
en los bolsillos,
seguíamos puros como el viento.
Antes de Thales de Mileto,
mucho antes aún de que los filósofos fueran
canonizados,
cuando el diluvio universal,
el llanto universal,
y un cielo todavía universal,
el agua contraía matrimonio con el agua,
y los hijos del agua eran pájaros, flores, peces, árboles,
eran caminos, piedras, montañas, humo, estrellas.
Los hombres se abrazaban, uno a uno,
como corderos, las mujeres
dormían sin temor, los niños todos
se proclamaban hijos de la alegría, hermanos
de la yerba verde,
los animales se dejaban
llevar, no estaban solos -nadie estaba solo-,
y era feliz el aire aun sin ponerse en movimiento,
y en el espejo de unas manos llenas de agua
iba a mirarse la esperanza, y estaba limpia, y sonreía.

(Aquí quisiera hablar, abrir un libro -aquí,
en este instante sólo-
de aquel poeta puro que sin cesar cantaba:
"El mundo está bien hecho, el mundo está
bien hecho, el mundo
está bien hecho ..." -aquí, en este instante sólo-.)
¡Y cómo no iba a estar bien hecho,
si en aquel tiempo las palomas altas
se derretían como copos,
si era inocente amarse desesperadamente,
si las mañanas claras, recién lavadas, daban
su generoso corazón al hombre!

Aquello era la vida,
era la vida y empujaba,
pero,
cuando entraron los lobos, después,
despacio, devorando,
el agua se hizo amiga de la sangre,
y en cascadas de sangre cayó, como una herida,
cayó sobre los hombres
desde el pecho de Dios, azul, eterno.
Carlos Sahagún

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